jueves, 21 de marzo de 2013

Trenes para pocos


“El tren es un desastre” comentaba una pasajera indignada a bordo del tren a Bahía Blanca, un 15 de enero de 2013. Bueno (pensé), eso depende desde dónde se lo mire. Quizá el problema del tren es que “está hecho un desastre”. Quitando esa cualidad -asignada por un presente adverso- es el mejor medio de transporte terrestre. Algún día, tarde o temprano, lo viviremos como tal.

  Al respecto, siempre noté con preocupación que el común de la gente no comprende qué ocurre con los trenes. Y tiene su explicación: el sistema ferroviario es un enmarañado de concesiones, sociedades mixtas y jurisdicciones superpuestas en el que resulta difícil delimitar responsabilidades. Veamos un ejemplo: el servicio Constitución-Bahía Blanca por vía Lamadrid es operado por Ferrobaires (Gobierno de la Provincia de Buenos Aires), y en su derrotero utiliza vías de UGOFE (Unidad de Gestión Operativa Ferroviaria de Emergencia), de Ferrosur Roca (cargas) y de Ferroexpreso Pampeano (cargas). Al servicio lo debería controlar la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (organismo descentralizado de jurisdicción nacional) pero, ésta aduce que la responsabilidad es provincial. A su vez, la Provincia acusa a Ferrosur Roca del mal estado de las vías y a UGOFE por retrasarle el ingreso a Buenos Aires. Ferroexpreso Pampeano acusa a la Nación por no absorber los calamitosos servicios de Ferrobaires ya que el material rodante utilizado pone en riesgo sus operaciones. ¡Qué quilombo! Mientras tanto, entre acusaciones mutuas, el servicio se degrada día tras día. Y a todo esto se suma la opinión del pasajero que es rehén de ese tira y afloje.

  El presente nos halla con un ferrocarril inconexo y reducido a pequeñas unidades de negocios o pequeñas “unidades básicas” rodantes. Los de carga, andan por donde pueden y atienden clientes, siempre y cuando, cierren los números. Algunas líneas se desarrollaron con firmeza, mientras otros ramales viven en la vulnerabilidad y, ante el primer puente caído, perderán el tráfico para siempre. Los de pasajeros de larga distancia (sobrevivientes al devastador 10 de marzo del ’93 a partir del cual, la empresa estatal en proceso de liquidación Ferrocarriles Argentinos, deja de correr los servicios de larga distancia, dejando de esta forma aislados a cientos de pueblos) se arrastran por vías mal mantenidas y seducen pasajeros con tarifas bajas o con el simple encanto de andar en tren. Y finalmente los urbanos apenas pueden atender la demanda actual, y hasta son reemplazados por colectivos... ¡Cosa de locos! Por lo general, los medios masivos se ocupan de estos últimos. Es que casi el 100% del movimiento ferroviario de pasajeros está centrado en el Gran Buenos Aires. Tal es así que cuando la Presidenta de la Nación dijo “hemos renovado la totalidad de las vías del Ferrocarril Sarmiento” pudo haber ilusionado a algún paisano de Realicó, Toay, Carlos Tejedor o General Acha, pero no, claro, se refirió a la línea urbana, como si después del municipio de Moreno esas vías pertenecieran a un mundo aparte.

  Cuando asumió el Frente para la Victoria en 2003, tuve la esperanza de que (por fin) el Estado Nacional absorbería el total de las empresas concesionaras de turno, o al menos las tres peores: Metropolitano, TBA (Trenes Buenos Aires) y ALL (transporte de cargas). Con los años, se cumplió parte del deseo con Metropolitano (líneas Roca, San Martín y Belgrano Sur) pero increíblemente no ocurrió lo mismo con TBA y ALL, aún cuando éstas operaban el peor servicio de la historia ferroviaria argentina, y aún cuando el propio gobierno había creado la ADIF y la SOFSE, dos sociedades del Estado listas para administrar y operar las líneas que se les asignen. Los años pasaron y así el colapso golpeó las puertas.

  Sería difícil hallar en la historia argentina una tragedia tan largamente anunciada como la del 22F. Quienes seguían de cerca el accionar de TBA (empresa concesionaria de las líneas urbanas Mitre y Sarmiento), sabían y aseguraban que “algo ocurriría” tarde o temprano. Hasta hubo una agrupación de “usuarios desesperados del Sarmiento” (FUDESA) que denunció con lujo de detalles las aberraciones del servicio. Las condiciones estaban dadas, y no había que ser experto para advertir sobre cuestiones básicas: la infraestructura y el material rodante estaban colapsados, y TBA optaba por poner pantallas de LCD en sus coches, en vez de cambiar eclisas rotas, reparar barreras o reemplazar compresores. La fiesta empresarial-gubernamental-sindical terminó de la peor manera, y allí finalmente se destapó la olla, después de años de denuncias desoídas. La desidia de TBA se hizo pública por decantación.

  El 22F fue apenas “el detonante” de dos décadas de negociados, en donde primó el enriquecimiento frente a la inversión. O mejor dicho, primó la inversión en colectivos y negocios particulares con el dinero destinado al ferrocarril. Es así que la tragedia de Once “sirvió” para desbaratar el negociado de TBA y sus cómplices. Quizá deberían existir dos juicios distintos: uno por el choque concreto, y otro por la malversación del erario público. Comprobar que funcionarios del gobierno -designados a delinear el futuro del ferrocarril en Argentina- eran lisa y llanamente amigos de TBA, sería la metáfora perfecta de un crimen agravado por el vínculo.

  Algunas veces escuché decir que “los trenes no avanzan por las trabas que impone Moyano”. Sin embargo, el día a día nos demuestra que las trabas del ferrocarril vienen desde adentro, desde el burócrata a cargo de su desarrollo hasta el sindicato que apoya y festeja los negocios fraudulentos. Todo se planifica lejos del usuario, en cómodas oficinas llenas de gente que viaja en autos modernos y veranea en avión. La historia de TBA es particular, era una empresa que gozaba de un inexplicable bienestar mostrándose de la mano de las autoridades nacionales. La mismísima Presidenta de la Nación indicó que “no sabía” del estado de los servicios urbanos del Mitre y el Sarmiento antes del accidente. Quizá subestimaron la desinversión creyendo que, mal que mal, los trenes “eran despachados” cada mañana y, amén de atrasos o descarrilamientos, la cosa no pasaría a mayores, mientras el sistema de ómnibus urbanos crecía a costa de un pésimo servicio ferroviario. Las cosas no ocurrían porque si. El asunto es que estas malas amistades (desarrolladas sin ningún tipo de discreción) sistemáticamente burlaron a los usuarios desesperados y a mucha gente que, de buena fe, intentaba advertir sobre una tragedia inminente. Con todo esto a la vista, costaba creer que el Estado Nacional pretendiera ser “querellante” cuando sus máximas autoridades un día antes se ocupaban de “cajonear” las denuncias del mal desempeño de TBA.

  Finalmente otra parte de la esperanza que tuve en 2003 se vino a cumplir nueve años más tarde, con el quite de concesión a TBA (51 muertes de por medio) y un plan de obras más que necesario. Aquí vuelve la gran discusión política sobre si está bien o está mal lo que se está haciendo. Al respecto, hace algunos días me encontré en la calle a la esposa de un empleado de EMFER (Emprendimientos Ferroviarios, empresa asociada a la ex TBA) que leyó una nota mía y me recalcó con un cierto tono de reclamo: “se están haciendo cosas. ¿Sabes lo qué pasa? No podes pretender que se haga todo junto”. Y sin querer esta señora dio en la tecla. Yo habitualmente me enojo porque, justamente, comprendo que efectivamente no se puede hacer todo junto, con lo cual tuvimos diez hermosos años para haber hecho todo de a poco, y no pretender hacerlo en tres meses. Desde luego que está bien reparar el Mitre y el Sarmiento, pero si las cosas se hubiesen hecho bien, hoy día podríamos haber destinado ese dinero en tener un buen tren a Mar del Plata, Córdoba y Mendoza, por ejemplo, o haber extendido y desarrollado las líneas del Gran Buenos Aires y el Subte, o haber renovado líneas estratégicas para el transporte de carga.

  Sin embargo aquí estamos, con un sistema ferroviario que apenas puede atender la demanda. Hoy, a 20 años de la desaparición de Ferrocarriles Argentinos (¡Volvé, te perdonamos!) nos tuvimos que habituar a pagar fortunas en la terminal de ómnibus para ir a visitar a nuestra tía de Corrientes, o a despachar cargas por camión a costos altísimos (ni me gasto en nombrar el índice de accidentes de tránsito que creció tanto como las cuentas bancarias de los Cirigliano) o, a viajar de Once a Moreno en algo parecido a una lata de sardinas rodante que fue reparada, destruida, reacondicionada, quemada, reconstruida, repintada y vuelta a reparar infinidad de veces pretendiendo que su desempeño sea el de fábrica.

  Quizá el quid de la cuestión de todo esto es “lo que se dice” frente a “lo que se hace”. Si nuestros gobernantes nos contaran una pizca de verdad de porqué “el tren es un desastre”, posiblemente comprenderíamos ciertas dilaciones y hasta podríamos ver con mejores ojos las cosas que si se hicieron, o mejor dicho, los parches -más que necesarios- que se aplicaron. Por lo pronto sería muy ambicioso creer que el discurso cambiará, y tal vez nos acostumbremos a escuchar a los cómplices y culpables llorar y echar culpas, disfrazándose de víctimas.
Publicado por Revista Otro Viento

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